¿QUIÉN LE PONE SILENCIO AL NARCOCORRIDO?


Por Julio Requena

La reciente oleada de medidas para prohibir los narcocorridos en conciertos públicos ha abierto un debate necesario, aunque incómodo. No hay una prohibición expresa en la ley que impida interpretar o escuchar este tipo de música, pero gobiernos estatales –siguiendo el ejemplo y la línea discursiva del gobierno federal encabezado por Claudia Sheinbaum– han comenzado a tomar acciones que implican un costo político innegable.

La decisión se vende como una apuesta por la reconstrucción del tejido social, un esfuerzo legítimo para contener la apología del delito. En papel, tiene sentido: no es lógico que en un país asolado por el crimen organizado se glorifique, en las letras de moda, a los capos, sus lujos y su violencia. El problema, sin embargo, es más profundo que una medida administrativa.

La llamada “narcocultura” no es una moda reciente. Lleva décadas incrustada en la música regional mexicana, en la estética popular, en el lenguaje cotidiano de muchas comunidades. No se trata solamente de canciones; es una forma de expresión, una válvula de escape, una narración cruda y muchas veces dolorosamente realista de lo que ocurre en vastas regiones del país. Pretender erradicarla de golpe, como si fuese una infección superficial y no una parte del ADN cultural de millones, es tan ingenuo como riesgoso.

Para el pueblo llano, ese que llena palenques y bailes populares, la censura no tiene sentido práctico. ¿Qué gana o qué pierde si le quitan a su artista favorito del escenario o si deja de cantar la canción que les gusta? ¿A quién protege una decisión así, cuando la violencia sigue ahí, tangible, latente, sin resolver? Para la mayoría, los narcocorridos no son doctrina, ni ideología, ni política de vida: son entretenimiento. Punto. Es la misma lógica que permite ver películas de mafiosos sin volverse criminal, o jugar videojuegos violentos sin convertirse en sicario.

En el centro del país, donde el discurso de seguridad tiene otro peso y la penetración de este tipo de música es menor, podría encontrarse eco y hasta simpatía por la medida. Pero en el norte, donde el corrido es parte del alma popular, esto será –como se dice coloquialmente– un llamado a misa sin mayor repique.

El costo político es evidente. Porque censurar sin educar, sin ofrecer alternativas culturales sólidas, sin diálogo con los artistas y con la sociedad, solo alimenta la percepción de que hay unos gobiernos estatales desconectados de las realidades populares. Y si esta medida no viene acompañada de acciones profundas para reducir la violencia, combatir la impunidad y ofrecer opciones de vida digna, se corre el riesgo de que, como ha pasado tantas veces, el discurso se quede en papel y la cultura de fondo siga tan viva como siempre… solo que ahora en la clandestinidad.

¿Se puede combatir la apología del delito? Sí. ¿Se debe? También. Pero eso exige más que prohibir canciones. Exige educación, arte, justicia, oportunidades. Porque mientras la realidad supere a la ficción, ningún corrido, por violento que sea, dejará de parecer una crónica más de lo cotidiano.

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